Por Francisco Martínez

Cuando hablamos de educación, lo más común es remembrar nuestros días en la escuela formal, los compañeros y compañeras del salón de clase, la maestra o el maestro al frente del aula sentado detrás de un escritorio, el sonido del timbre al inicio y al final del día, el estricto orden de la formación para la cantina, los reproches por estar corriendo en los pasillos durante el recreo, etc.  Recordamos sin saberlo, a veces como bonitos momentos, todo eso que promueve el orden correcto de las cosas y esconde en sus estructuras la represión y las limitaciones del libre desarrollo de la personalidad de los niños, niñas y adolescentes, bajo una figura de poder autoritario y control de la personalidad que adapta a patrones de conducta preestablecidos por la sociedad.

Y es que si bien la mayoría de los momentos que vivimos en la escuela son gratos, hay toda una figura represiva, que desconocemos, escondida entre sus pasillos, en esa edad escolar, y que hacemos parte de nuestra cultura al ser adultos, al punto de que la justificamos como necesaria para el crecimiento y educación de los niños, niñas y adolescentes, incluso hijos o hijas.

Muchos son los ejemplos que podemos citar para desmantelar este tipo de situaciones  en la forma en que se “educa” en nuestras escuelas.  Imaginemos cualquier salón de clases típico en nuestra sociedad: espacialmente, un maestro o maestra detrás de un escritorio al frente de un aula llena con 40 estudiantes -que se sientan al frente de ella o él, uno o una detrás del otro o de la otra, en filas perfectamente delineadas con pupitres (generalmente para diestros) donde apenas cabe el cuaderno de anotaciones- con su uniforme punta en blanco y debidamente colocado, según las normas de convivencia; un ventilador en cada pared y una pizarra al frente.

Ahora imaginemos la dinámica cotidiana de estos espacios: la maestra o maestro de pie, en el mejor de los casos, pasando dictado para que los y las estudiantes copien lo que señale un determinado texto escogido por el o la docente; los niños y niñas copiando al ritmo que impone quien dicta, sin poder decir ni o preguntar algo porque si se atreven a disentir son acusados de rebeldes o de estar interrumpiendo la clase y, en muchos casos, hasta son sancionados.

Con sus respectivas excepciones, nuestro sistema escolar tiene mucho de lo que se ha mencionado y, cuando lo recordamos así, es más sencillo descubrir las estructuras de poder que impone, tanto la dinámica como el espacio, dentro de nuestros salones de clase y que se refleja en figuras de dominación o sumisión asumidas por el adulto que tiene el conocimiento, hacia el niño o niña que no lo tiene y lo necesita.

Estos escenarios definitivamente deben quedar en eso, en recuerdos. Debemos entender que nuestra sociedad y la manera de educar ha cambiado y sigue cambiando; que la escuela no debe concebirse como un espacio de lucha de poderes, sino como el lugar de construcción colectiva donde todos y todas tienen algo que aportar, sin importar cargos, edades o intereses; en fin,  como el espacio para un poder democratizado con énfasis en la disciplina voluntaria – entendida como la disposición por la cual todos y todas conocen y desean una meta y por ello aceptan, eligen o crean las normas que ayudarán a realizarla – y no impuesta.

Debemos empezar por cambiar las estructuras físicas de los salones, cambiar los pupitres por mesas de trabajo, dejar las columnas por círculos, donde todos y todas se vean como el centro del proceso educativo, incluyendo al docente.  La dinámica o metodología también debe ser repensada en términos de igualdad de condiciones entre todas las partes que intervienen en el proceso educativo y eso implica dejar que los y las estudiantes sean sujetos activos, escucharles, entender que todos y todas tienen algo importante que aportar, que tienen experiencias de vida y aprendizajes acumulados que pueden estar al servicio de la enseñanza cuando es concebida como un proceso dialógico, dialéctico y contextualizado en sus realidades.

Hacer estos cambios no implica alterar o invisibilizar los contenidos u objetivos de los proyectos o planes pedagógicos, pero si conlleva, necesariamente, un cambio en los procesos, metodologías y formas en que desarrollamos el proceso de aprendizaje; implica deslastrarnos de nuestros patrones culturales clásicos que promueven la necesidad de detentar el poder absoluto de unos pocos sobre muchos; recordemos que la educación sí se preocupa por el poder, pero el poder detentado por todos y todas.

Lo importante es entender que la educación no es unidireccional, sino dialógica e integradora de los diferentes saberes, experiencias y vivencias que interactúan dentro del salón. Entender que hay diferentes formas de pensar y que cada una dentro de su contexto es válida y valiosa.  Se trata entonces de compartir el poder y distribuirlo equitativamente, promover la disciplina voluntaria y no autoritaria y sobre todo, comprender que la noción de educación debe tener al sujeto como centro del proceso educativo y viceversa.

13,05,11 Francisco Martínez  Red de Apoyo por la justicia y la paz

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