Fabrizio es un niño de 3 años que, a pesar de su corta edad, ya asocia que para comer, hay que hacer cola. Ve a sus primos alimentar las crías de una gata y dice espontáneamente: “la gatica está tomando leche porque su mamá hizo una cola de gatos para comprarla”. Todos ríen, pero sus padres muestran preocupación por algo que “no debería ser lo normal para él”.
En sus conversaciones son usuales las frases: “se fue la luz”, “no hay”, “la cola de la comida” y “los bachaqueros”. Francis Martínez, su maestra en el preescolar privado “Mundo de Colores”, en Barquisimeto, manifiesta su inquietud porque, desde principios de este año, los juegos de los 260 niños que asisten en las tardes al instituto están relacionados con la situación del país.
“Me sorprendí mucho cuando me dijeron que jugáramos a las firmas y se pintaban el dedo con marcador para colocar la huella. Tienen el tema político muy presente y no debería ser así. No es sano”, relata.
Martínez comenta que al menos un 20% de niños ha dejado de asistir a la institución porque se van del país y eso representa un duelo para los que quedan. “Las maestras también se van buscando mejorar las condiciones de vida que acá no tienen. A ellos les pega mucho porque crean vínculos y no entienden el por qué se tienen que ir”.
En el preescolar público “El Muchachito”, situado dentro de las instalaciones del Hospital Antonio María Pineda de la ciudad, asisten 25 niños por aula. Al menos diez de ellos faltan a la semana porque deben acompañar a sus padres a hacer colaspara adquirir productos regulados.
“Mi mamá andaba bachaqueando, por eso no pude venir”, le dice casi siempre una niña a Mariel González, la maestra con once años en el instituto.
Ella recuerda, sin ocultar el tono de nostalgia en su voz, “antes éramos felices. Los niños se concentraban en aprender, en jugar con sus muñecas y sus carritos. Tenían merienda hasta con postre, su atol. Ya eso se acabó. Es injusto que los más pequeños sean los más afectados física y psicológicamente”.
Cindy López, otra de las profesoras de la escuela, cuenta el caso de unos morochitos, de 4 años, que ya tienen un mes sin ir a las clases desde que sus padres se dedicaron a ser bachaqueros. “No tienen con quién dejarlos o cómo buscarlos porque ellos viven lejos y sus papás se la pasan de cola en cola. Con eso se ganan el sustento, pero es lamentable que los niños no aprendan y dejen de venir”.
Las educadoras coinciden en que la mayoría de los pequeños presentan ansiedad, angustia, desesperación y tristeza, sin saber de qué forma manifestarlo, lo que crea mayor confusión entre los niños entre 3 y 11 años.
Duermen en las colas
Pilar Puertas salió de su casa, situada en Los Cerrajones, a las 3:00 de la mañana para trasladarse al Central Madeirense de Valle Hondo, Cabudare y hacer una cola por harina y leche. Su hija y su nieta, de 4 meses de nacida, también la acompañaron.
En un cartón sobre las piernas de su abuela, forrado con una sábana rosada, dormía en una especie de cuna la bebé ajena de los gritos y reclamos en los que participaba su madre peleando por conseguir un pote de leche para alimentarla.
“Uno piensa que está durmiendo tranquila, pero no. Se levanta asustada, se le quema la carita llevando sol y pasa frío. No es normal que ella tenga que pasar por esto, pero ¿dónde la dejamos?”
Mercedes Reyes tuvo más suerte. La cola de casi 14 horas que hizo sí valió la pena porque consiguió hasta pañales para su bebé que nacerá en apenas un mes. Sale del local y se monta en la moto de su esposo, José. La enorme barriga parece no incomodarle. “Es triste que mi bebé venga en estas circunstancias. Tengo otro niño de 8 años y siempre habla de la escasez y de política”.
La niña de 6 meses que reposa en las piernas de su madre, Vilma Vásquez, llora sin parar. Su hermanita, de 10 años, intenta protegerla de la lluvia que cae ese jueves al mediodía.
A Vilma le toca recoger el número en la cooperativa “Oh Kennedy”, situada en la vereda 1 de Bararida Vieja con avenida Libertador, para luego adquirir los productos regulados. Su esposo trabaja y no tiene familiares que le cuiden a sus hijas. Le toca a Ivón, la más grande, jugar a ser la mamá de la pequeña y darle el tetero o cambiarle el pañal en plena vía pública.
La madre siente impotencia. Le quita a la bebé de los brazos a Ivón y la mece tratando de calmarla. “Nosotros, como padres, no podemos hacer nada para que esto mejore.No tenemos comida, no dormimos bien, no hay medicinas y los niños en la calle a riesgo de que les pase cualquier cosa. Esto escapa de nuestras manos y ojalá tenga solución”.
Distorsión de la realidad
La psicológa infantil, Katheryne Marrero, indica que hay una distorsión cognitiva de la realidad para los más pequeños. “Lo que posiblemente está mal y está causando daños en la sociedad y en la cultura, ellos lo perciben como que está bien; por ejemplo, el bachaqueo. Si sus padres hacen eso, lo verán como un patrón de conducta a seguir”.
La especialista detalla que la culpa, ansiedad y depresión que los niños pueden desarrollar, traen consecuencias físicas como vómitos, diarreas e insomnio.
“Los niños, pueden sentir culpa de que sus padres no tengan comida porque ellos comen mucho y comienzan a dejar de comer o comen y vomitan. Es muy delicado”, dice.
Para ella, lo que más preocupa es que los padres y representantes sientan que las actitudes de los pequeños son circunstanciales y no las traten a tiempo con un profesional por temor y prejuicios.
Aumenta la conducta violenta
”Esa frustración, tristeza y angustia, que los niños no entienden, se convierte en agresividad, y eso se transforma en violencia”, infiere la socióloga Hisvet Fernández. Advierte que el lenguaje violento es absorbido con lo que escuchan en la televisión, en sus padres, en las colas y los vecinos.
De acuerdo a Fernández, la percepción de los niños desde que nacen hasta los 7 años es emocional, por lo que en esas edades son más vulnerables.
“¿Cómo responderá ese niño dentro de 15 años si crece en medio del caos y sentimientos que no es capaz de razonar? Esa es la pregunta, cuya respuesta genera mucha preocupación. El 98% de los asesinatos que ocurren en Venezuela son cometidos por jóvenes entre los 15 y 35 años y las víctimas también tienen esa edad”, explica.
En los últimos meses, las consultas por ansiedad y depresión en adultos por la crisis han aumentado “notablemente”, según la experta, que además enfatiza la desesperación de los padres que dicen: no sé qué hacer con mis hijos, es inevitable que no se den cuenta de la situación.
“La única forma de protección para un niño en estas circunstancias es que existan soluciones pero para el país. Si un padre no consigue comida y los niños ven como familiares mueren por falta de medicinas, no puede esconderlo por mucho tiempo”, señala.
Padres, educadores y expertos coinciden en que la crisis política, económica, y de salud, continúa causando efectos devastadores que dibujan un futuro incierto para el país y sus jóvenes.
El Estímulo