El 22 de agosto pasado, el gobierno de Nicolás Maduro ordenó el cierre del cruce fronterizo con Colombia ubicado entre las ciudades de Cúcuta y San Antonio de Táchira. En los días siguientes, más de mil colombianos fueron deportados sumariamente y entregados en el Puente Internacional Simón Bolívar. Las deportaciones se produjeron con un despliegue de seguridad inusitado y en varios casos se habrían producido violaciones de los derechos humanos. A la fecha, más de 20,000 personas (la mayor parte de ellos colombianos) han cruzado la frontera por temor a nuevas deportaciones y abusos. Casi 4,000 de ellas permanecen en albergues temporales en Cúcuta y alrededores.
Nuestro director para América Latina y el Caribe, Javier Ciurlizza, estuvo en Cúcuta y Villa del Rosario, visitó varios albergues y se acercó a la línea fronteriza. En medio de una crisis que no encuentra solución hasta el momento, esta crónica ofrece un relato del drama humano que está detrás de la confrontación política.
Los albergues
Rogelio(*) llevaba 40 años en Venezuela, adonde se fue buscando un mejor futuro después de haber prestado servicio militar en Colombia. En su hablado aún paisa, revoloteado con frases venezolanas, me cuenta que “la guardia” (Guardia Nacional Bolivariana) los convocó un día en su barrio y les pidió agresivamente documentos. El suyo era una de las millones de cédulas que Hugo Chávez ordenó extender a los colombianos para que votaran. Esos documentos reconocían por 14 años la residencia y expiraban el próximo noviembre. A la guardia no le importó, la rompieron y luego de qué el reclamara recibió como respuesta un “peinillazo” (machetazo) que iba directo a su cara, pero que él evitó con el brazo. Todavía muestras los estragos del ataque.
Rogelio es uno de las 370 personas ubicadas en el Hotel “Unión Junior”, a pocos metros del centro de atención y el puesto de mando unificado montado al lado del Puente Internacional “Simón Bolívar”, en el barrio La Parada del municipio de Villa del Rosario, departamento de Norte de Santander, en territorio colombiano. Esta ubicado muy cerca de la frontera colombo venezolana, cerrada desde el 22 de agosto. El administrador del hotel, Joaquín, me cuenta orgulloso que por fin le encontraron utilidad a un hotel que decaía con el tiempo, mostrándome las 55 carpas que tiene instaladas al lado del lobby.
Este albergue es uno de los 23 que han sido habilitados para recibir a 3,760 personas que han solicitado un lugar donde dormir. Muchos de ellos vienen sin nada. Llevan una semana y empieza la incertidumbre sobre que va a pasar con ellos después de que, como me lo dice una señora cargando dos bebés, “se cansen de nosotros”.
La respuesta del gobierno colombiano, hay que decirlo, ha sido buena considerando lo súbito de la emergencia y los ingentes recursos que se necesitaron. Especialmente después de la visita y discurso del Presidente Santos en Cúcuta, el flujo de alojados ha aumentado al igual que la capacidad de las instituciones. Como lo explica con orgullo el Coronel Jesús Gómez, que coordina el albergue “Senderos de Paz”, “aquí todos pusimos el hombro”. Pero advierte, además, que “temporal es temporal… máximo un mes”.
El Ejército organizó carpas, colchonetas, comida, servicios sanitarios y recreación en menos de 24 horas para 162 personas, a las que tienen marchando en disciplina. Igual hizo la Policía a través de su unidad que normalmente se dedica a emergencias como salvar a pilotos de parapente que se quedan enredados en los árboles. El albergue regentado por la Policía está en el coliseo de la Universidad Francisco de Paula Santander. A los estudiantes no les molesta, y algunos acuden a actividades recreativas con los niños. Pero otros expresan su temor de que esta situación está aumentando los asaltos y agresiones en los alrededores. Otros albergues son coordinados por la Cruz Roja Colombiana, Defensa Civil y las autoridades locales. Todo el esfuerzo es coordinado por la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres.
En lo que todos coinciden es que si bien por ahora ha sido posible desplegar recursos para atender a estas personas, la situación sería mucho más dramática si es que el flujo de alojados aumenta súbitamente. En realidad, solo un quince por ciento de todas las personas registradas originalmente en Migración Colombia están en albergues. Muchas más (alrededor de 20,000 en total) están esperando que se concrete el apoyo ofrecido por el gobierno de 750,000 pesos colombianos (250 dólares) para arrendar algo por tres meses, han viajado a otras ciudades colombianas, o simplemente esperan la oportunidad para regresar.
El cruce fronterizo
El Puente Internacional Simón Bolívar amanece cerrado, con una fila de personas pugnando por pasar de Colombia a Venezuela. Es el primer día que las autoridades venezolanas permiten que estudiantes vengan a territorio colombiano a recobrar clases (la mayor calidad educativa atrae a muchos estudiantes venezolanos a este lado de la frontera). Aprovechando el ambiente un poco más flexible, intento cruzar el puente hacia Venezuela. Lo había hecho muchas veces porque además, y por una norma que nadie logra explicar, todos (colombianos o no) podemos ir hasta allá sin necesidad de controles.
Los funcionarios colombianos me advierten que “eso cambia todos los días” y que es mejor que vaya caminando hasta la mitad del puente y que le pregunte a la guardia. Paso sin problemas el control policial colombiano y me sumo a un pequeño grupo de personas que acelera el paso. Cuando llego, la guardia venezolana hace pasar rápidamente a sus conciudadanos y pregunta por mi nacionalidad. Responden luego “peruanos hoy no pasan”. Intento preguntar porqué pero soy desalojado rápidamente y juzgo prudente devolverme sobre mis pasos. A mi regreso, varios policías colombianos me rodean para preguntarme que como me fue. Me dicen que lo intente más tarde, que seguro puedo entrar. Al parecer soy una especie de conejillo de indias para ellos.
Alrededor y en el puente decenas de mototaxistas y personas de a pié ofrecen llevarte a San Antonio Táchira (Venezuela) por 20,000 pesos colombianos (7 dólares). Cuando pregunto que cómo es eso, simplemente se encogen de hombros y dicen que es un “viaje seguro” y que el único riesgo es agregar otros 20,000 pesos (que no se me ocurra usar bolívares venezolanos) para pagarle a la guardia. Estos son las decenas de pasos informales que existen a lo largo de una frontera que la separa un río cuyas aguas nunca llegan a las rodillas.
La vida en la frontera
El punto fronterizo distribuido entre las ciudades de Cúcuta y San Antonio está densamente poblado y con una fuerte actividad comercial. Cruzar la frontera es en estos lugares un eufemismo, porque desde siempre la gente vive y comercia en lado y lado. Siempre ha sido así. Dependiendo de la calidad de bienes y servicios, colombianos y venezolanos han transitado de un lado al otro por esas tierras sin hacerle mucho caso a la demarcación fronteriza.
Esta intensa actividad económica y cotidiana ha llevado naturalmente a que numerosas familias sean genuinamente binacionales, con cédulas de los dos países. Durante muchos años, el flujo fue de colombianos a Venezuela. No hay certeza de cuantos hay, y las cifran oscilan entre 2 y 6 millones. Pero quizás el número de cédulas que concedió el gobierno venezolano entre 2002 y 2009 nos da cuenta de la dimensión de la población colombiana en esas tierras: más 700,000 documentos fueron entregados para que pudieran votar, y muchos de ellos lo hicieron reiteradamente por Hugo Chávez. Esos documentos ahora no sirven ni como papel mojado.
Vadeando el río
Ese es el caso de Pacho (*), que ofrece mostrarme un cruce fronterizo que él mismo usa todos los fines de semana para irse de Cúcuta a ver a su esposa, que vive en San Cristóbal (Venezuela). Pacho dice que “Chávez era inteligente y yo lo apoyé, como muchos colombianos”. Pero ahora está “decepcionado” y solo quiere ver a Maduro caer.
Mientras charlamos de política, me lleva en un viejo taxi con placas de Cúcuta hacia unos caseríos en las afueras de la ciudad. Paramos un momento para mirar unas ladrilleras en donde, según Pacho, el paramilitar “Hernán”, incineraba a sus víctimas. Estas tierras fueron fuerte del “bloque fronteras” de la AUC, comandados por “Gato”, que aterrorizaron a la población y que compraron a muchas autoridades locales. El impacto del paramilitarismo fue atroz en todo el departamento, dejando huella en la persistencia de grupos que sucedieron a los grandes capos paramilitares.
En el camino recogemos un panfleto distribuido por el “Clan Usuga” – un grupo criminal que es considerada una amenaza a la seguridad por el gobierno colombiano- en el que declara “objetivo militar” a una serie de personas que supuestamente pertenecen a otros grupos, como “Los Rastrojos”. “Están por todas partes, pero ahora no se dejan ver mucho por la presencia policial y militar”, me dice Pacho.
Cuando llegamos al cruce, aparcamos el taxi al lado del camino, en donde hay algunos jóvenes que se ofrecen a traer “pimpinas” del otro lado. Los bidones de plástico llevan gasolina venezolana. Pero son muy pocos.
El cierre de la frontera ha dejado sin fuente de empleo a miles de personas que dependen de las pimpinas para sobrevivir, me dice el Obispo de Cúcuta, Monseñor Ochoa. El impacto de un cierre continuo puede ser devastador para esas familias y muchas otras que dependen con desesperación del comercio fronterizo. En una ciudad con graves problemas de pobreza y de carencia de servicios como Cúcuta, esto puede ser explosivo.
Luego de una caminata entre campos de arroz recién cortados, llegamos con Pacho hasta el Río Táchira. El ambiente es relajado y casi uno pudiera pensar que la gente está de paseo. Una familia cruza con su hija dormida y se prepara a trepar una loma con una rudimentaria escalera. Arriba está “la pavimentada”: una carretera venezolana por donde pasan busetas que llevan a la gente a San Antonio o San Cristóbal. Otros se ofrecen como voluntarios para cargar a los que no se quieren mojar, por 3,000 pesos (1 dólar).
Este cruce, ubicado mirando al pueblo venezolano de Llanojorge y conectado con Juan Frío en Colombia, se suma a decenas de otros puntos por donde la gente puede transitar normalmente, casi sin problemas. La frontera para ellos sigue abierta y la guardia y el ejército venezolano solo aparece de vez en cuando para pedir papeles. El temor es para los colombianos con la famosa cédula de Chávez, o que no tienen documentos. El terror es por la creciente agresividad con la que son tratados del otro lado.
Los dramas fronterizos
La xenofobia, mal ocasional en la frontera en los últimos años, parece que se ha acentuado. Nos falta saber como ha reaccionado la población fronteriza del lado venezolano a las medidas draconianas impuestas por el gobierno desde Caracas, pero desde hace años viene larvada la percepción para muchos de que la presencia colombiana trae también a grupos ilegales. La extorsión y los tráficos, con las simultáneas disputas por plazas y por rutas, parece disparada. Pero esa xenofobia no es atributo solo de un lado. En Cúcuta hay voces que reclaman la deportación y el cierre. “Desde hace años ellos dependen más de nosotros que nosotros de ellos”, dice un comerciante de repuestos de autos. Frente a la escasez generalizada en Venezuela, el cierre de la frontera hace aún más difícil y costoso para los que viven al otro lado aprovisionarse de bienes que dejaron de circular hace mucho tiempo en mercados oficiales.
El comercio legal ha disminuido a niveles históricos, producto de la falta de pago y la exigencia de muchos empresarios colombianos de cancelaciones por adelantado. Solo 600 millones de dólares representó las exportaciones colombianas a Venezuela en el último año, que es poco menos del 4% del total de esas exportaciones. La decreciente importancia de este comercio no puede ser malinterpretada como que ese mercado es prescindible. Colombia no tiene con que reemplazarlo, habida cuenta de la continuidad territorial y los bajos costos que implica poner bienes en la frontera.
Pero la vida continúa en la frontera. Los pequeños comerciantes y contrabandistas se las arreglan como pueden para continuar el flujo de bienes y personas del uno al otro lado. Es imposible cerrar una frontera tan porosa, amplia e integrada. Muchos, como un funcionario de la cámara binacional de comercio, confían que la realidad se imponga y señalan que este es un problema político que no tiene que ver con la gente.
Sin embargo, los efectos si se sienten. En los retornados que viven días de incertidumbre. En los niños y jóvenes que tienen que ir a la escuela en medio de hombres armados hasta los dientes. En las familias separadas que buscan con desesperación la reunificación.
Algunos analistas locales me explican que esta situación no es nueva; que las deportaciones son usuales (suman 90,000 en 30 años, de acuerdo al Centro de Atención al Migrante que depende de la Iglesia). Pero esta vez el ánimo es diferente, y muchos se están preparando para una espera que presumen será más larga y problemática.
Jugando con unos niños en un albergue, le pregunto a María (*) de 12 años, que quisiera para su cumpleaños – que era al día siguiente – y me responde rotundo: “que me dejen estar con mis dos papás y que la vida sea normal”. María vive con su abuela en el albergue y llegaron huyendo desde un barrio en los alrededores de San Antonio. Sus padres se quedaron porque tienen miedo de ser deportados. “Yo puedo salir con esto”, agrega otro niño sacando su cédula venezolana, “pero adonde voy a ir pues. Aquí no conozco a nadie”.
Difícilmente se pueden ver paramilitares y criminales en los rostros cansados de los retornados. Es más difícil aún culpar a las poblaciones de ambos lados de la frontera por vivir en un área en donde contrabandear lo hace todo el mundo. Estos son los claros perdedores de una disputa binacional que amenaza con convertirse en una bomba de tiempo. (Javier Ciurlizza | @javierciurlizza)
Todas las imágenes © CRISIS GROUP/Javier Ciurlizza
(*) Los nombres han sido cambiados.