Contrapunto se sumergió en la sala de urgencias de uno de los mayores hospitales públicos del oeste de Caracas durante 12 horas para contar cómo se atiende a enfermos y víctimas de la violencia un viernes de quincena
Dos gotas de sangre quedaron en el suelo horas después de que pasara la camilla del único hombre que murió en el área de urgencias esa noche de viernes de quincena. Se trataba de un muchacho de 16 años que recibió por lo menos 15 disparos. Uno de los proyectiles le perforó el pulmón y le provocó la muerte poco tiempo después de haber llegado disneico y con escasas expectativas de sobreponerse al ataque. De haber sobrevivido, lo más probable es que tuviese que ser transferido porque la escasez de insumos hace cada vez más difícil lograr la hazaña de salvar vidas en el centro de salud donde falleció.
En sus rutinas diarias, los médicos han tenido que abrirle paso a la improvisación. Por eso cuando faltan gasas, se pide al camillero que las busque en otro servicio y que las entregue como si se tratara de un bien de contrabando. Por eso, cuando el material para imprimir los rayos X se agota, los especialistas deben tomar fotos de los monitores con sus teléfonos para mostrárselas a sus pacientes o tenerlas como registro para llenar sus historias. Por eso los internistas usan la sala de choque para atender a los enfermos críticos, pues la Unidad de Terapia Intensiva (UTI) está cerrada por falta de personal.
Esta no es la sala de Emergencias de un país en guerra, es la delHospital General del Oeste Dr. José Gregorio Hernández, en Los Magallanes de Catia, donde Contrapunto permaneció durante 12 horas un viernes de quincena para retratar cómo afecta el desabastecimiento de insumos hospitalarios a los pacientes. No se precisa la fecha exacta de esta incursión para evitar exponer al personal de guardia que compartió su testimonio para esta crónica.
El José Gregorio Hernández es uno de los 21 hospitales tipo IV del sistema de salud público venezolano, categoría que brinda asistencia a conglomerados de más de 100 mil habitantes, con áreas de influencia superiores al millón. Requieren de equipos de alta tecnología y por lo menos 300 camas como unidades de larga estancia y albergue de pacientes. Y deben ofrecer, además, todas las especialidades y subespecialidades (medicina interna, pediatría, cirugía, cardiología, gineco-obstetricia, oftalmología, neurología, oncología, especialidades pediátricas y materno infantiles).
Del hito a la debacle
Mientras el joven moría a merced de las balas, la avenida Sucre de Catia vivía la fiesta típica de un viernes de cobro. Recorrerla esa noche desde las adyacencias de Miraflores para ir al centro de salud significaba perder una hora de atasco en el tránsito. Cerca de las 9:00 pm, los abastos estaban abiertos, los fruteros y buhoneros gritaban sus ofertas al borde de las aceras, en las tascas comenzaban a llenarse las mesas y los centros de parley lucían abarrotados de apostadores. Si en medio del jolgorio hubiera sucedido una tragedia, la parada más probable de las víctimas hubiese sido Los Magallanes, a pesar de sus carencias.
El rostro deteriorado que hoy exhibe este centro de salud choca con sus días de gloria, con aquellas primeras jornadas después de su apertura. Cuando fue inaugurado, el 19 de noviembre de 1973, el entonces presidente Rafael Caldera, junto a dos de sus ministros, detalló que el lugar tenía más de 500 camas y capacidad para atender a los 400.000 habitantes repartidos entre Catia, El Junquito y Antímano. Se trataba de una construcción moderna y pionera en la disposición de las áreas quirúrgicas y de servicio, planificada por un equipo de arquitectos especializados en diseñar construcciones sanitarias, como recuerda el médico Roger Escalona Alarcón en su artículo «Protagonismo del Hospital de Los Magallanes de Catia en la historia de la medicina en Venezuela».
Pero el tiempo socavó aquella edificación al punto que hoy, a unos 20 metros de la Emergencia, se advierten techos desmantelados y charcos en medio de los pasillos. De los seis ascensores disponibles solo funcionan dos, y su uso está condicionado por el llamado a pulmón al ascensorista, debido a las fallas en los sistemas electrónicos de los aparatos. Los servicios se hicieron obsoletos o han quedado incompletos porque los equipos se han dañado.
De aquellas 500 camas de la inauguración, poco más de la mitad están habilitadas, según la cédula hospitalaria registrada en 2012 por el Ministerio de la Salud, en la cual se indica que estaban 275 en funcionamiento ese año, a pesar de que habían sido presupuestadas 401. Contrapunto solicitó ante la Dirección del hospital la cifra actualizada, pero hasta el momento de la publicación de esta nota no se obtuvo respuesta. Los conflictos internos registrados durante el segundo trimestre de 2015, así como las continuadas denuncias del personal médico, apuntan a que esta situación ha empeorado.
Pacientes de la escasez
Aquella noche, en la sala de yeso, adyacente a la Emergencia, un hombre con una venda que le cubría el brazo desde la parte superior del codo miraba una radiografía a través de la pantalla del teléfono del médico que lo atendía. Vio cómo su húmero se había fracturado, mientras el traumatólogo de turno le explicaba que era necesario intervenirlo. “Generalmente a estos pacientes no los ingresamos, porque no hay insumos para que lo atendamos. Sin embargo, vamos a hacer una excepción en su caso porque el cirujano lo quiere operar”, le comentó el tratante de primer año al adolorido muchacho y a su madre, quien estaba absorta en el contenido del récipe: un cuadro blanco de papel con un sello húmedo en el cual le exigían la compra de tres medicinas y le advertían que debía conseguir varios donantes para el banco de sangre. La lista de materiales necesarios para la operación vendría después.
Mientras la noche avanzaba, llegaban nuevos pacientes. Arribó un niño que se había cortado un tajo de piel mientras jugaba en el patio de su casa y así salió a flote otra historia de escasez: las gasas indispensables para hacerle la cura se habían acabado en el servicio, así que debían conseguirse por medio del camillero, quien 15 minutos después entró a la sala con cuatro envoltorios pequeños de la preciada malla que, mes y medio atrás, no existía en el hospital. “Guárdenlos por allí, que no se vea mucho, para que tengamos para los demás”, comentaba otra médico poco antes de advertir que del antibiótico que limpiaba las heridas quedaba menos de un dedo. De suturas había sólo dos tipos. Si el paciente necesitaba otro, como de hecho lo requirió, habría que pedir una más al depósito, que la administración mantiene bajo llave para evitar robos.
El servicio cerró antes de las 11:00 pm con poco más de una docena de pacientes vistos. “Lo que pasa es que la comunidad se alejó cuando estuvimos en la asamblea permanente, entre mayo y julio, porque el hospital no tenía nada, prácticamente estaba paralizado. Ahora más bien tenemos material”, afirmaba el residente y señalaba los rollos de vendas y guata. Mientras que en diciembre sólo en traumatología se recibían entre 30 y 40 pacientes, hoy difícilmente la cifra supere los 20 atendidos.
En medio de la conversación, una frase del médico reveló que la crisis del hospital de Los Magallanes de Catia no es sólo de insumos. A pesar del descenso de los ingresos, se enfrenta una carencia de personal con la que no se podría paliar la demanda para la cual fue concebido este centro de salud. “Hay guardias que son tan rudas que he tenido que enseñar a los camilleros a hacer curas, para que me ayuden”, admitió.
La situación se extiende más allá del servicio de Traumatología y alcanza a los pacientes más críticos. Uno de los cirujanos de guardia en esa noche de viernes indicó que la Unidad de Terapia Intensiva ha estado cerrada durante todo 2015. Se trata de un área destinada a atender a quienes padecen de lesiones o enfermedades que ponen en riesgo su vida y que requieren de una atención médica constante. Su inhabilitación implica que al paciente que deba someterse a un procedimiento quirúrgico complejo no se le pueda garantizar este servicio crucial para su recuperación. Las operaciones de riesgo no pueden llevarse a cabo en Los Magallanes de Catia.
“Este es un hospital tipo IV que actualmente no tiene ni terapia intensiva de adultos ni terapia pediátrica neonatal y está a punto de cerrar el servicio de gastroenterología”, advirtió el 7 de mayo en una rueda de prensa Eloy Bustamante, presidente de la Asociación de Médicos Residentes de este centro de salud.
La denuncia ponía en evidencia cómo se llegó al colapso poco a poco; en 2011 los medios de comunicación informaban que la falta de especialistas y residentes en la Unidad recién remodelada impedía que estuviera operativa en las noches. Según la cédula hospitalaria de 2012, hace tres años en Los Magallanes de Catia trabajaban 16 intensivistas. Hoy sólo queda uno.
Esta misma carencia ha obligado a que los internistas usen la sala de choque como área de terapia intensiva. Aunque no disponen de los equipamientos adecuados, allí pueden mantener a sus pacientes aislados mientras los suben a una habitación o los refieren a otro centro de salud.
Quienes se quedan en la Emergencia de Medicina también están sujetos al desabastecimiento. De las 16 camas disponibles, apenas seis tienen un monitor para vigilar los latidos del corazón. Si uno más llega a hacer falta, el recurso humano hace las veces de máquina. «Cuando esto pasa, uno mismo es el monitor», confesó un residente ya cerca de la medianoche, cuando la actividad regular de la sala se había calmado.
Salvar en medio de los riesgos
Mientras llenaban a mano las historias clínicas, algunos residentes reflexionaron sobre lo difícil que fueron los meses anteriores, cuando se declararon en asamblea permanente para que desde el Ejecutivo se diera respuesta a sus exigencias de insumos y mejores equipos. La protesta impulsó al ministro de Salud, Henry Ventura, a sustituir al entonces director Darío González, quien estuvo durante tres años en el cargo, por Mario Laya.
El doctor Laya tiene 36 años y hasta mayo de este año llevó las riendas del Hospital Victorino Santaellla de Los Teques (estado Miranda). Fue designado en ese cargo en 2011 por la entonces ministra Eugenia Sader, luego de que pasara una temporada en la coordinación de Barrio Adentro en Distrito Capital. Fue ella quien también lo condecoró en septiembre de 2007, junto al fallecido presidente Hugo Chávez, con la medalla de la salud Gilberto Rodríguez Ochoa, mientras trabajaba en la atención de comunidades del Plan Café en Humocaro Bajo, en el municipio Morán del estado Lara. “Él tiene buenas intenciones. Lo que pasa es que esto está colapsado. Faltan demasiadas cosas”, apuntó una internista.
La gravedad de las carencias se hace patente cuando incluso el personal médico corre peligro. El único cirujano que se quedó esa noche en la Emergencia aprendió que no debía botar su tapabocas desechable aunque lo hubiera usado. La llegada de un paciente con tuberculosis lo obligó a entregarle a una enfermera la mascarilla nueva que había llevado a su trabajo nocturno, pues en el hospital no había una que pudiera protegerla de un eventual contagio cuando le pusiera una vía. «Tuve que usar el tapaboca de la guardia pasada», comentó poco antes de retirarse a dormir a la residencia médica. La escasez, en ocasiones, lo ha llevado a pedirle a los familiares que le den una resma de papel para poder llevar el registro de la enfermedad. Hasta eso falta en el hospital.
En Emergencia también escasean las medicinas. El Epamin, que limita el riesgo de sufrir convulsiones, no se pudo administrar al único paciente que llegó después de las 12:00 am, un hombre que había sufrido un accidente cardiovascular. El medicamento se había acabado. Tampoco se le dio el analgésico Ketoprofeno a quienes salieron de quirófano ese día. Quienes no lo consiguieron o no tuvieron recursos para comprarlo, no pudieron aliviar el dolor que se presenta tras una operación y debieron dormir con él.
“Hoy tuve que decirle a una paciente que debía hacerse dos tomografías, que le salen por más de 17.000 bolívares”, comentó el cirujano, quien se avergüenza de pedir insumos que el hospital debería suministrar gratuitamente. Para una laparoscopia exigen, por ejemplo, que se compre una caja de grapas con un precio que oscila entre los 10.000 y 17.000 bolívares. También deben pedir los medicamentos del tratamiento postoperatorio. “Se supone que quienes vienen para acá no tienen dinero para tratarse en una clínica privada”, criticó.
Poco después de las 2:00 am, los médicos subieron a dormir a las residencias, en donde pululan las chiripas. La noche del viernes de quincena había transcurrido con una calma que sólo se vio perturbada por una mujer que cayó de una moto y que fue limpiada por las enfermeras. A las 8:00 am, justo después del cambio de guardia, al grupo que acababa de entrar le llegaron las primeras víctimas del hampa del sábado: dos jóvenes arribaron baleados luego de haber sido asaltados. Dos horas más tarde, murieron.
LORENA MELÉNDEZ G. , Contrapunto