Nuestro país está en una encrucijada. La crisis que nos agobia tiene expresiones muy notorias no solo en el campo del ejercicio de las libertades, de los derechos civiles y políticos ―que en los últimos tiempos se evidencia un deplorable avance de la intolerancia, del militarismo, de la represión estatal y de las restricciones―, sino en el terreno de los derechos económicos y sociales consagrados en la Constitución y en las leyes; espacio en el cual los retrocesos son más sentidos por toda la población, y en mayor medida por quienes dependemos de un salario, un sueldo o una pensión.
El gobierno, más interesado en mantenerse en el poder que en buscarle solución a las exigencias y a los problemas nacionales, hace añicos las esperanzas de una vida mejor, que se expresaron en el respaldo popular al proceso de cambios que se le ofreció a los venezolanos 15 años atrás.
La institucionalidad prevista en la Constitución (Tribunal Supremo de Justicia, Poder Electoral, Defensoría del Pueblo, Fiscalía y Contraloría General de la República) ha sido secuestrada por el gobierno, dejando a la sociedad ―y en particular a quienes vivimos del trabajo― en la más absoluta indefensión.
La acción cotidiana a favor del gobierno de esos órganos del poder público demuestra claramente que no existe división de poder de poderes y que no hay Estado de Derecho y menos de Justicia, como establece nuestra carta magna.
La clase trabajadora padece en carne propia el creciente deterioro de las condiciones de vida y de trabajo, cuestión que ya no puede ser ocultada con discursos y consignas. La disminución del poder adquisitivo del salario no cesa; su valor nominal no tiene nada que ver con el costo de los bienes esenciales para vivir, pues los «aumentos» ―ya sean por decreto o por contrato colectivo― se diluyen en una economía desquiciada, en la cual el dinero no tiene respaldo en la producción nacional de bienes y servicios.
El modelo económico estimula la inflación, la especulación y la corrupción, y por consiguiente empobrece a la mayoría y enriquece a unos pocos, a viejas y nuevas oligarquías.
La única diferencia con los «paquetazos» de gobiernos anteriores, es el discurso engañoso y manipulador. A final de cuentas todas las medidas, como los ajustes económicos, el alza de los precios y las constantes devaluaciones, son más cargas sobre los hombros del pueblo, de los trabajadores, de los que vivimos de un salario.
El gobierno desincentiva la industrialización y la producción agrícola llevando además a las empresas estatizadas a una crisis con baja producción o paralizadas, donde se violan los derechos de los trabajadores y las trabajadoras, no se discuten los contratos colectivos y no se respeta la autonomía sindical; convirtiendo a la importación en la forma de abastecer al país de rubros básicos para la vida de la población, lo cual refuerza la dependencia económica y atenta contra la soberanía alimentaria.
El empleo y el derecho al trabajo dependen cada vez más de la renta petrolera, que el gobierno maneja de manera autoritaria y despótica. Cada día se cierran o se debilitan áreas de inversión productiva: industrias básicas, automotriz y autopartes; cemento, agroindustria, manufactura textil, producción gráfica e impresa; industria química y laboratorios, entre otras.
El uso clientelar y chantajista de los empleos en la administración pública ―que no fue inventado en estos 15 años, pero que este gobierno ha llevado a grados exponenciales no conocidos― llega al extremo de desconocer derechos laborales básicos y lesionar la propia dignidad humana al querer controlar hasta la vida personal de quien trabaja en instituciones del Estado. Hoy más que nunca desde el Estado-patrono se promueven todo tipo de contrataciones al margen de la legalidad que ponen a los trabajadores en una situación de extrema vulnerabilidad a la hora de exigir sus derechos laborales.
Aun cuando las cifras oficiales del desempleo lo colocan por debajo de 10%, la realidad nos muestra cómo el subempleo y el trabajo informal han alcanzado índices superiores a 40%, con la gran pérdida de capacidad productiva que ello significa, pues se reduce el espacio para el desarrollo de un trabajo sustentable, permanente y amparado por la protección social.
El segmento de la clase trabajadora altamente calificada, quienes han hecho mérito por avanzar en sus conocimientos profesionales, esta circunstancia económica y social no les ofrece campo para desarrollar su ingenio y sus habilidades. Y esto no solo tiene un resultado medido en desempleo, subempleo o en fuga de esas capacidades hacia otras naciones, sino que trasciende y se convierte en un obstáculo insalvable para que Venezuela pueda romper las cadenas de dependencia e impulsar un desarrollo económico soberano e independiente.
En ese cuadro caótico, los derechos laborales han sufrido un gran descalabro, que se agudiza con la postura antisindical del gobierno. El desconocimiento de la legítima representación sindical a la hora de dilucidar los asuntos inherentes a las relaciones de trabajo ―ya sea respecto a un convenio colectivo, los cambios de la legislación laboral o una política pública― niega el verdadero diálogo social y cercena la autonomía de los trabajadores para seleccionar a la organización sindical que consideren más ajustada a sus intereses de clase.
A esa postura antidemocrática, se añade la criminalización de la protesta laboral y social. Mediante el uso desvergonzado de la parcialización de los órganos de justicia se ha apresado, enjuiciado y encarcelado a muchos compañeros, dirigentes sindicales, por el solo hecho de impulsar acciones en defensa de conquistas y reivindicaciones laborales. El derecho a huelga ha sido convertido en delito, cuyo ejercicio acarrea inmediatamente juicio y encarcelamiento, con base en normas punitivas absolutamente contrarias a la Constitución como las previstas en la Ley Orgánica de Seguridad y Defensa Nacional o en la reforma del Código Penal del 2005 y la Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios de 2010, y otras leyes que asocian la función sindical con acciones delictivas y hasta terroristas.
En estos difíciles momentos de la vida nacional, no aceptamos que se asuma desde el gobierno o desde la cúpula de los partidos, cualquiera sea su tendencia, que se pueda implementar una salida equilibrada y justa a la crisis política, económica y social, obviando la presencia y participación activa de los trabajadores y de sus organizaciones sindicales y gremiales, y del movimiento popular en su conjunto.
Nos declaramos opuestos a cualquier propuesta que signifique un retroceso o la conculcación de los derechos y libertades democráticas, y también condenamos el incremento de la intolerancia y el militarismo en la resolución de los conflictos.
Asumimos que la ola de protestas que conmocionan al país evidencia la frustración y la molestia de la mayoría de los venezolanos ante el acelerado crecimiento de los males sociales: inseguridad, desabastecimiento y escasez de bienes básicos, alto costo de la vida, bajos salarios, inexistencia de fuentes de empleo estable y bien remunerado, deterioro en los servicios de salud, educación, vialidad, entre los más sentidos. El movimiento estudiantil está expresando, con el ímpetu que lo caracteriza, su desacuerdo con un modelo que le bloquea el futuro.
Frente a las protestas, la respuesta gubernamental ha sido la represión y la violencia, tal y como lo han venido haciendo, desde hace años, contra los trabajadores y las trabajadoras. Utilización de grupos paramilitares y parapoliciales junto a las fuerzas de seguridad del Estado, detenciones, torturas, maltratos físicos y psicológicos; uso de tribunales para imputar y destruir a cualquier ciudadano y crear un clima de terror y amedrentamiento a la usanza de las dictaduras.
En nuestra lucha por hacer respetar los derechos de los trabajadores ―frente a este gobierno o cualquier otro y frente al patrono privado o público―, insistimos en propiciar una economía que apuntale el desarrollo de nuestras grandes capacidades productivas, a la par de enaltecer el cumplimiento de los derechos asociados al trabajo decente.
La UNIDAD DE ACCIÓN SINDICAL Y GREMIAL reitera su compromiso indeclinable de impulsar los cambios que beneficien al pueblo trabajador. Esto no solo nos obliga a seguir defendiendo la autonomía y la libertad sindical, el derecho a la contratación colectiva y a la huelga, el salario digno y la seguridad social, sino que también nos reclama participar como combatientes de primera fila en la conquista de una sociedad más justa, más democrática, más libertaria, más solidaria, en una patria donde la soberanía e independencia no sean solo frases propagandísticas sino que estén afincadas en una fortaleza económica y social que auspicie el progreso material y espiritual de todos los venezolanos y la confraternidad con los pueblos del mundo.
A partir de hoy, fijamos como objetivos de nuestro Plan de Acción ―que debe ser ampliamente difundido, discutido y mejorado por los trabajadores y trabajadoras en asambleas de sus centros de trabajo― los siguientes:
1. Aumento general de sueldos y salarios y fijación del salario mínimo, tomado como referencia el costo de la canasta alimentaria, como lo prevé la Constitución.
2. Revisión anticipada de las cláusulas económicas de los convenios colectivos.
3. Se decrete la amnistía para todos los luchadores sociales que están encarcelados, detenidos por las protestas y se dejen sin efecto los juicios abiertos contra dirigentes sindicales y populares por ejercer el mencionado derecho.
4. Respeto a los derechos humanos y laborales.
5. Derogación de las normas anti sindicales del DLOTTT y de las leyes que criminalizan las protestas.
6. Exigimos al Gobierno Nacional que instale de forma inmediata la Mesa de Diálogo Tripartita en cumplimiento con lo aprobado por el Consejo de Administración de la OIT el 27 de marzo.
LOS DERECHOS Y GARANTÍAS CONSTITUCIONALES NO SE NEGOCIAN, SE DEFIENDEN
NO A LA CRIMINALIZACIÓN DE LA PROTESTA
CESE AL TERRORISMO DE ESTADO – NO A LA TORTURA
SOLO CON DIÁLOGO SOCIAL SE CONSTRUYE UNA SOCIEDAD MÁS JUSTA
Caracas, 1 de abril de 2014