Quien no percibe nada, no piensa nada y no siente, y quien no siente no actúa. Así funcionamos como un sistema. Por eso yo insisto en la necesidad urgente de aprender a leer los datos blandos, esos que aparentemente son aislados, que tal vez sean pocos, dos o tres o uno, pero que bien leídos se vuelven duros, pues hablan de historias que están detrás, o de datos que no se ven de entrada.

 

Me voy a referir hoy a algunos de esos datos blandos” que a mí me resultan duros, durísimos, como éste que me contó en febrero una maestra. “¡Maestra, me mataron mi Canaimita!”, “¿Se te estropeó?” (le preguntó ella al niño). “No, me la mataron, le pegaron un tiro”. Me cuesta quedarme tranquila después de un relato de dos líneas, como éste. La historia contada supone varias cosas. Primero, se trata de un niño pequeño, pues esas computadoras se entregan a niños pequeños; segundo, el niño vive en un entorno violento, con gente violenta cercana, armada, capaz de pegar un tiro a un objeto apreciado por el niño (todos los niños valoran ese objeto mágico que es la computadora). Esa otra persona, por razones que desconocemos, pero que en ningún caso se pueden justificar, no le ha importado que al niño le duela perder su Canaimita. Yo imagino al pequeño llorando frente a su computadora “muerta” por un balazo, como murieron 57 menores de 18 años en 2011 en Ciudad Guayana, de un tiro.

 

Un dato como éste debería ser suficiente para que la sociedad reflexionara sobre la manera como nuestros niños se están levantando en medio de armas de fuego. Lo malo es que no parece sorprender a muchos, creo que nos estamos acostumbrando.

 

Otro dato blando pudiera ser el que salió en la prensa local el sábado 9 de marzo: “Adolescente de 15 años detenido por llevar una arma a un salón de clases”. Con ese solo dato uno se pregunta: ¿para qué lleva un muchacho de 15 años un arma al liceo? ¿Quién le ha proporcionado esa arma de fuego al joven? ¿Habrá más armas en el liceo? ¿En cuántos liceos más habrá alumnos que llevan armas al aula? ¿Por qué en vez de libros, llevan armas? Una sola arma en un centro educativo pone en peligro a toda la población escolar del plantel, pues los adolescentes no están adiestrados para manejar un arma. Cualquier nerviosismo puede hacer que la active, cualquier provocación.

 

Otro dato blando podría ser los rostros de angustia y desesperanza de unos estudiantes del último año de la carrera de Educación de una universidad pública, a la cual fui a hablarles de la posibilidad de educar para la paz. Aún no se han graduado, pero ya trabajan y no tienen ese entusiasmo que suele tener un joven que apenas comienza su carrera: “Usted habla muy bonito, profesora, pero ya a mí me han amenazado alumnos del quinto año. Entonces uno se deja de estar inventando y se restringe a dar sus horas, y ya”. ¡Como para ponerse a llorar!

 

Estos datos son aislados, es verdad, pero hablan de una situación que, podemos arriesgarnos a decir, da cuenta de que la cultura de la violencia ha entrado a los salones de clase, y solo un trabajo sistemático, sostenido, reflexionado, muy creativo, de muchos (las alianzas son indispensables) puede revertir. La invitación es abierta. Una herramienta útil para animarse es mantener una foto de su hijito, nieto, alumno en su cartera o en la puerta de su nevera y mirarla todos los días. Piense en ellos, tienen derecho a la paz, no merecen ni morir por una bala ni disparar una jamás.

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