El 30 de enero de 1965 se realizó el llamado Operativo Oriente; el 28 de septiembre de 1970 la Operación Vanguardia; y el 14 de febrero de 1981 el Plan Unión, que seguiría con otros nombres durante años. Lo anterior lo analizaba críticamente Rosa Del Olmo a finales de la década de los 80 del siglo pasado. La tesis doctoral de Tosca Hernández de 1989 tenía como título “Del Mal Necesario al Bien Indeseable: Operativos y Delincuencia en Venezuela (1958-1986)”, donde analizaba los operativos de los últimos 30 años, concluyendo que los mismos “aumentan el cometimiento de delitos por parte de la policía ya que sin lugar a dudas este tipo de plan represivo permite y fomenta la extralimitación policial en la ocasión de realizar estas funciones. Puede preverse que la continua puesta en práctica de operativos implican al policía en una situación de permanente stress, en donde la violencia ilegítima insurge como reacción normal haciendo que pierdan de vista las limitaciones legales que le son impuestas. En esos momentos hasta la muerte del otro le es permitido en aras de acabar con la delincuencia ya que se puede desplazar la justificación social que valida la muerte de atracadores in fraganti para aquellas situaciones en las cuales matan a cualquier persona”. Por otro lado, Del Olmo destacaba cómo usualmente estas intervenciones se hacían en comisión de varios funcionarios, de diversos cuerpos, con lo cual la posibilidad de determinar responsabilidades se dificulta.
La actual OLP no es más que la continuidad de los operativos anteriormente señalados. Son reacciones bélicas esporádicas, efectistas, más no efectivas, que agravan los problemas de violencia en vez de mermarlos.
Hace un mes cuando se presentó el primer balance sobre las OLP expresé que el mismo dejaba más dudas que certezas, y lo sostengo: la relación costos-beneficios y los efectos positivos reales, sostenibles en el tiempo, de fortalecimiento institucional, que redunden en la seguridad de la ciudadanía no se vislumbran; por el contrario, el desbordamiento de los poderes policiales y militares del Estado, sin los controles debidos, pudieran aumentar más aún la inseguridad de todos. Cuando se contrastan las cifras del primer y segundo mes de la OLP, se aprecia cómo disminuyen las incautaciones de armas de fuego, las recuperaciones de vehículos y de apartamentos; mientras, en contraste, aumenta el número de muertes. Muertes legitimadas por empresas de comunicación bajo la etiqueta de “choros” y “delincuentes”, como si la pena de muerte estuviese vigente en Venezuela y su administración correspondiese a policías y militares.
En nuestro país existe legalmente la presunción de inocencia, todos son inocentes hasta que se demuestre lo contrario y el momento de probarlo es en el juicio, no es en sede policial, ni tampoco en la calle. Así que el carácter o no de delincuentes de las personas que han fallecido debe investigarse; no podemos quedarnos con la calificación mediática.
Por otra parte, se presenta también con orgullo el despliegue de “50.463 funcionarios”. Si esta información se contrasta con los 106 “abatidos” de estos dos meses, hay cosas que no cuadran, no pareciera ser un “enfrentamiento” simétrico, mucho menos proporcional: ¿Cuántos funcionarios resultaron heridos o fallecidos por estos supuestos enfrentamientos? ¿Realmente fueron enfrentamientos? Hay que tener en cuenta variables de tipo situacional de cada uno de los casos para poder analizar seriamente lo ocurrido. Estos casos deben investigarse para verificar si efectivamente se cumplieron los protocolos de actuación policial que se han diseñado en el país a partir del año 2009.
Lo importante es establecer todos los controles y la supervisión necesaria sobre los organismos policiales y militares intervinientes, para que éstos actúen dentro del marco de la legalidad, con la aplicación proporcional y mínima necesaria de la fuerza. La intervención del Estado en la conflictividad debe tener como objetivo fundamental la disminución de la violencia y no su incremento.
Publicado originalmente en Contrapunto.com.