Por feliz casualidad, estaba en un supermercado caraqueño y empecé a ver gente con paquetes de café en la mano. Rápidamente, pregunté de dónde venía “el tesoro” y un señor me indicó dónde estaba la cola que me convertiría en café- habiente, “no se equivoque, hay otra para el aceite”, advirtió mi informante. Llegué a mi lugar y me sorprendió ingratamente ver un soldado con arma larga al principio de la cola. Sostenía el arma en sus manos, como listo para cualquier ataque. Me sentí mal, muy mal, eran las cinco de la tarde y no observaba a ninguna persona en el establecimiento en actitud de estar en una zona de combate.
Hace unos días en el distribuidor de Santa Fe, Caracas, conté 60 funcionarios –creo que eran más- todos visiblemente armados, muchas motos. Miré alrededor a ver dónde estaba el enemigo que ameritaba tanta fuerza. No encontré nada. ¿Eran de la Guardia Nacional? ¿Policía Nacional Bolivariana? No pude distinguir emblemas en los uniformes. Recordé la queja de amigas mías que viven en barrios populares del interior: se sienten indefensas frente a la delincuencia armada y violenta. Me acordé también de la recién salida Resolución 8610. Volví a sentir esa impresión de tener arrugado el corazón. Hace ya tiempo que la militarización se ha ido apropiando de la cotidianidad de los venezolanos.
Uniformados con armas largas en motos que circulan a cualquier hora por cualquier vía, sin que sepamos de alguna declaración de guerra de otros países, sin que tengamos desastres naturales que ameriten control militar de los ciudadanos. Si es verdad que por haber trabajado en lugares de frontera – con Colombia y con Brasil – he visto muchos militares, y sé que en esas zonas se sabe que son “la primera” y a veces la única autoridad. Ayudé a fundar la Escuela de Fe y Alegría en Cojoro, Alta Guajira. Durante 11 años viajé a Manakrü, vecina a Santa Elena de Uairén, a pocos kilómetros de Brasil. Pero una cosa es verlos en la frontera y otra en cualquier calle de Caracas o dentro de un supermercado.
Usted no se imaginaría un soldado haciendo una broma a su superior, o saludándole con un “¿qué hubo? ¿cómo está todo? Le ha caído bien la dieta mi capitán”, o comentarle que el hijo se le enfermó de Chikungunya y no consigue acetaminofén pediátrico. En cambio, entre vecinos esa conversación sería común. Dirá algún lector que estoy banalizando el tema, pero nada de eso, al revés, profundizo el tema.
Un cuartel es un cuartel y la sociedad democrática es otra cosa, no funciona como un cuartel. Llevó décadas, más que la edad de algunos ministros, enseñando a maestros a escuchar a los estudiantes, ayudando a madres y a padres a resolver los conflictos en sus hogares por la vía del diálogo y la comprensión, llevo años propiciando “mesas redondas” para tomar decisiones en comunidades populares. Nada de “línea de mando” que no admite distintos puntos de vista. A un soldado no se le enseñe a discernir, porque no se aceptan discusiones en esas relaciones. “¡Sí, señor!” es la respuesta, se esté o no de acuerdo. No es así en la sociedad compuesta por actores civiles. No hay elecciones en un cuartel para elegir al General, en cambio en una sociedad democrática es en las urnas donde se toman esas decisiones.
Respeto la persona del militar, como respeto a todas las personas, pero quiero vivir en una Venezuela regida por civiles, con mesas redondas para poder hablar al mismo nivel con los otros, con posibilidad de desacuerdos, y el verde que deseo ver en las calles es el de las hojas de los árboles, que acogen generosamente a las aves.