Moisés debe tener unos 8 años.
Estudia segundo grado en unas de esas escuelas parroquiales generosas de este país, que se han abierto para recibir a los que no consiguieron entrar en los grandes planteles o para aquellos que han botado de otras partes, como es el caso del pequeño Moisés.
Con historia difícil: pobreza, mucha pobreza, y maltrato, mucho maltrato, en su casa y en su anterior escuela.
Al comienzo del año escolar, Moisés era casi incontrolable: le daba cabezazos a los compañeritos, pateaba la puerta del salón, alguna vez mordió a la coordinadora, imposible pensar en que terminaría una actividad… la maestra Mary estuvo a punto de renunciar.
“Creo que no sirvo para esto”, comentó uno de esos días en los que había perdido la paciencia ante un evento violento de Moisés.
Pero, no hay duda, santo no es el perfecto, sino el pecador terco que se vuelve a levantar, como dijo Mandela alguna vez, y Mary estaba decidida a levantarse muchas veces.
Las docentes de la pequeña escuela habían iniciado un proceso de Educación para la Convivencia Pacífica, buscaban reducir la violencia en la escuela.
Había que hacer algo, o más bien, había que hacer mucho, pues ya bastante violencia traían en su morral los niños, de su casa y de su comunidad: tiroteos, drogas, malos servicios, pocos espacios “liberados” para niños y niñas, la etiqueta de parroquia muy violenta, siempre saliendo en las páginas de sucesos…
“Es difícil pero no imposible” fue la consigna que eligieron las maestras.
Reconocieron no tener suficientes herramientas para enfrentar ese pulpo complejo, tanto insulto, tanto golpe… Moisés no era el único caso, pero si uno delos más difíciles.
“Hay que comprender a los difíciles. Todos los niños tienen cosas buenas. Hay que partir de eso”, reflexionaban las maestras.
Aprender a pensar antes de actuar, respirar profundo y contar hasta 10 ante las rabias, hacer visible la violencia verbal, cambiar palabras violentas por palabras amistosas, erradicar los apodos humillantes… pequeños cambios en la cotidianidad del aula, ser coherente con lo que se propone a los alumnos.
“Comencé por respirar profundo yo primero y calmarme”, dijo una de las docentes al evaluar el año. “Pedagogía de mano extendida”, pues.
Todas esas cosas y más fueron impulsando las maestras, sin alharaca, sin teatro, pero con empeño, de manera sostenida.
La maestra de Moisés fue más allá del aula. Se presentó en la casa del alumno, que había faltado varios días a clase por enfermedad. Cuenta que al llegar la madre le recibió sorprendida pero esperando alguna nueva queja de su hijo, y se sorprendió más aún cuando ella le dijo que la visita era por interés por la salud de Moisés.
“¡El niño, al verme, no cabía de la alegría! ”, prosigue la educadora en su relato. ”No puede sentarse maestra, no hay muebles”, le dijo Moisés contento y apenado. Sí, era verdad, pero la alegría de Moisés suplía la falta de muebles.
Al finalizar el año todas las maestras reconocieron que Moisés y otros casos “difíciles”, habían cambiado paulatinamente. Alguno hasta lloró cuando anunciaron el final de las clases.
Otro contó que ante una rabia de su padre -acostumbrado a golpearle con palos, manguera, cables –le sugirió que respirara profundo y contara hasta 10, “como le dice la maestra”, y milagrosamente, ese día el padre no le pegó.
La madre de Moisés también ha hecho cambios, ahora le está leyendo cuentos los fines de semana.
Las “flores de loto” son esas maravillas de la naturaleza que crecen en medio de pantanos –o sea, en condiciones adversas-. Eso son esos niños y esas maestras heroicas: oasis en medio de desiertos, la capacidad de renacer.
En el Día del Niño, no se nos olvidan los niños ausentes, esos que han muerto antes de tiempo, pero nos dejamos sorprender por estos relatos de la vida real.
Malala, la joven paquistaní líder mundial de los derechos de los niños, dijo el 12 de julio en la ONU que un lápiz, una escuela, pueden cambiar el mundo. Malala tiene razón. No sé si Mary, Eva y sus compañeras maestras están cambiando en el mundo, pero se están cambiándola vida de sus alumnos.