Por Amerigo Incalcaterra

La lista de acuerdos y medidas internacionales adoptados contra la tortura es larga, pero esta aborrecible práctica continúa siendo parte de la realidad para miles de personas en todos los países de nuestra región y el resto del mundo.

En 1948, la comunidad internacional condenó la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes en la Declaración Universal de Derechos Humanos por ser uno de los actos más execrables que los seres humanos cometen contra sus semejantes. Luego, se aprobó una convención internacional que prohíbe absolutamente la tortura en cualquier circunstancia. También se nombró un Relator Especial sobre la cuestión de la tortura y otros tratos y/o penas crueles, inhumanos y degradantes, cuyo mandato es asesorar a los países en el cumplimiento de sus obligaciones en esta materia.

Sin embargo, este andamiaje legal no ha logrado hacer más efectiva la lucha contra la tortura y otros malos tratos en todo el mundo. A pesar de los muchos esfuerzos realizados tanto a nivel internacional como nacional para erradicarla, la tortura sigue fuertemente arraigada en las prácticas institucionales de muchos centros de privación de la libertad. A esto se suman los esfuerzos por legitimar su uso en el marco de la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado, argumentando que hace falta “mano dura” para detenerlos. La experiencia, no obstante, nos indica que recurrir a la tortura no ha contribuido a la eliminación de uno ni de otro.

En esta lucha por la erradicación de la tortura, la comunidad internacional y los Estados cuentan con otra herramienta legal que les permite llegar directamente a las víctimas para ofrecerles protección. Se trata del Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura, adoptado en 2002, que contempla dos instrumentos concretos: la creación de un Subcomité Internacional de Prevención de la Tortura y el establecimiento, a nivel nacional, de uno o varios mecanismos independientes para la prevención de la tortura.

¿Su misión? Adoptar un sistema de visitas periódicas a los centros de detención para prevenir y fortalecer la prevención de la tortura, así como de ofrecer las recomendaciones necesarias para mejorar el trato y las condiciones de vida de las personas privadas de libertad, que muchas veces son comparables a la tortura. En otras palabras, llegar hasta donde los torturadores ejercen su profesión para proteger a las víctimas y ayudar a erradicar la tortura.

Basta citar al Relator Especial de la ONU sobre Tortura para demostrar la pertinencia y necesidad de este instrumento internacional: “La tortura y los malos tratos normalmente se producen en lugares de detención aislados donde quienes la practican están seguros de estar fuera del alcance de una supervisión y una rendición de cuentas eficaces”. Si a esto sumamos los grandes obstáculos que generalmente enfrentan los privados de libertad para denunciar los actos de tortura, especialmente por temor a represalias, es evidente que una manera idónea de romper con el círculo vicioso que genera la impunidad es el de someter a los lugares de detención al escrutinio público.

No obstante, si bien los Estados parte del Protocolo Facultativo se comprometen a establecer mecanismos nacionales de prevención de la tortura, de los seis países que cubre la Oficina Regional para América del Sur de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos (Argentina, Brasil, Chile, Perú, Uruguay y Venezuela), ninguno tiene un mecanismo nacional de prevención de acuerdo con lo establecido por el Protocolo Facultativo, aún cuando se han presentado proyectos de ley desde hace varios años en algunos países. Es positiva, en cambio, la creación de Comités Estatales para la Prevención y Combate a la Tortura en el Estado de Rio de Janeiro y el Estado de Alagoas en Brasil, así como en la Provincia del Chaco en Argentina.

¿Por qué todavía no se ha logrado erradicar la tortura? Sin duda alguna se necesita una clara voluntad política de los gobernantes y de los congresos para trasformar el compromiso normativo en hechos concretos, sobre todo cuando se trata de prácticas muy arraigadas en instituciones –policías, servicios penitenciarios y otros centros de privación de libertad– esenciales para la democracia y la construcción de una convivencia pacífica, pero que necesitan reformas apoyadas en planes y equipos de profesionales a la altura de las graves circunstancias.

Poner fin a la tortura es lo que nos reclaman las víctimas, y lo que nos exigen la sociedad y la comunidad humana en su conjunto. Para poder hacerlo hay que llegar hasta ellas, donde los torturadores ejercen su profesión.

Amerigo Incalcaterra
Representante Regional para América del Sur del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
ohchr-santiago(arroba)ohchr.org

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