Le reconocemos al actual gobierno chavista la decisión histórica de haber hecho posible, en el inicio de su primera gestión, la consagración constitucional de la autonomía universitaria en el país. Sin embargo, hoy le atribuimos la responsabilidad de un hecho doloroso y nefasto, cual es, el haber dinamitado las condiciones necesarias para el ejercicio fructífero de ese principio en nuestras primeras casas de estudio en los últimos diez años. El deterioro de esas condiciones es de tal magnitud que en la actualidad, sin exagerar, cabe preguntarse si las universidades venezolanas pueden en verdad hacer uso efectivo de la autonomía para cumplir su misión primordial. En tal sentido, algunos argumentos permiten sostener, más bien, que la autonomía universitaria tiende a convertirse peligrosamente en letra muerta en la Venezuela de estos tiempos, sólo existente fundamentalmente en unas pocas líneas del texto de nuestra Carta Magna y de determinadas leyes.
La labor destructiva desarrollada al respecto por el régimen se ha expresado de distintos modos. Uno de ellos, mediante un discurso en el que la universidad autónoma es considerada un enemigo político de la llamada revolución bolivariana, y, como tal, en blanco de todo tipo de agresiones y acusaciones que contribuyen a enrarecer su clima institucional, creando recurrentemente zozobras y, por consiguiente, una desestabilización con efectos muchas veces paralizantes en su vida cotidiana. Es un discurso perverso con el que no sólo se ataca y descalifica a la institución por razones políticas e ideológicas, sino con el cual se estimulan igualmente contra ella, las acciones de algunos grupos violentos o radicales que, identificados con el gobierno, operan con total impunidad.
No menos desestabilizadoras han sido algunas decisiones de determinados órganos del Poder Público que, en circunstancias que indican la inexistencia en el país de un verdadero Estado de Derecho, se han pronunciado sobre varios asuntos universitarios con un sesgo claramente favorable a los intereses políticos del Ejecutivo, violando la Constitución y las leyes. El caso de la aprobación de la Ley Orgánica de Educación por la Asamblea Nacional es un claro ejemplo de ello, en cuyo contenido hay un articulado referido a la educación universitaria que destruye el concepto de comunidad académica, distorsiona el significado de la democracia universitaria y atenta contra la autonomía universitaria. Asimismo, cabe referir lo hecho recientemente por el Tribunal Supremo de Justicia, al ordenar de manera arbitraria la suspensión de las elecciones decanales en diferentes universidades, desconociendo en esto el legítimo derecho y la obligación de nuestras instituciones educativas de utilizar su reglamento electoral interno con base en el texto constitucional y en la aún vigente Ley de Universidades.
Agréguese a todo esto, la política sostenida de acorralamiento financiero y presupuestario del gobierno contra las universidades autónomas, con la cual se reducen de manera ostensible los espacios y las opciones para la acción verdaderamente autónoma de esas instituciones en el desarrollo de sus políticas académicas. En ese marco de enorme restricción presupuestaria, en el que más del 84% de los recursos económicos asignados por el Estado son para el pago del personal, entre ellos, al personal jubilado que representa cerca del 55% de la nómina, ¿se cuentan con las condiciones necesarias para que puede hablarse en realidad de autonomía para impulsar y poner en marcha proyectos de docencia y de investigación de envergadura? ¿Se tiene autonomía para potenciar la vida académica con docentes cuyos sueldos están muy por debajo de lo que devenga un profesor universitario en otros países de América Latina y del mundo? ¿Tiene sentido, entonces, que sigamos hablando de la autonomía universitaria sin pensar en las condiciones presupuestarias requeridas para su ejercicio?
Sin duda, hoy los universitarios nos encontramos ante el gran desafío de redimensionar la lucha por la autonomía universitaria.
Eleazar Narváez. 0806.11