Las políticas públicas persisten en la aplicación de un modelo en el que predomina una respuesta represiva

Uno de los sectores de la población más desprotegidos y en situación de mayor vulnerabilidad en América Latina son las personas privadas de libertad. Este escenario, que impacta en forma desproporcionada cuando se trata de niños y mujeres, es evidencia en parte del contundente fracaso de las políticas de seguridad en América Latina.

La respuesta mayormente represiva de los poderes políticos a la demanda social de «seguridad» se ha reflejado en sobrepoblación carcelaria, altos índices de hacinamiento, las condiciones infrahumanas de reclusión, práctica de la tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes, detenciones arbitrarias prolongadas a través del uso abusivo e indiscriminado de la modalidad de la prisión preventiva y alto número de personas detenidas sin juicio ni condena. La invisibilidad de estos problemas en la región es mayor al momento de establecer el número de personas fallecidas en motines o enfrentamientos internos en centros de detención.

A pesar de esta situación, las políticas públicas persisten en la aplicación de un modelo en el que predomina una respuesta represiva. En la actualidad, la política criminal ha jugado un rol central en la recurrencia al discurso político sobre la necesidad de garantizar la seguridad de los/las habitantes. Así, se han recrudecido las normas en materia penal mediante la superposición de figuras que atienden a la misma conducta delictiva y guarismos de penas más elevados; en algunos países se ha rebajado de edad hasta los 14 años para menores infractores de la ley e incluso ha resurgido el debate sobre la aplicación de la pena de muerte.

En el Sistema Interamericano de Derechos Humanos existen muestras claras de la gravedad que enfrenta el régimen penitenciario en la región.

Las medidas provisionales dictadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en relación con las penitenciarías de Mendoza en Argentina; la cárcel de Urso Branco en Brasil o las cárceles de Yare, La Pica, Uribana y El Rodeo en Venezuela son evidencia de la violencia a la que están expuestas las personas privadas de libertad y, en algunos casos, los mismos agentes del Estado. Estas decisiones entre otras reflejan una situación de máxima preocupación e impulsan a debatir sobre las posibles soluciones a un tema tan complejo.

La privación de libertad no puede implicar el despojo de otros derechos. Para la Corte «el Estado debe asegurar que la manera y el método de ejecución de la medida no someta al detenido a angustias o dificultades que excedan el nivel inevitable de sufrimiento intrínseco a la detención, y que, dadas las exigencias prácticas del encarcelamiento, su salud y bienestar estén adecuadamente asegurados» (Caso Montero Aranguren y otros, Retén de Catia).

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