El arzobispo Oscar Arnulfo Romero fue un sacerdote católico salvadoreño que denunciaba las violaciones a los derechos humanos, manifestando su solidaridad con las víctimas de la violencia estatal, promoviendo un ejercicio pastoral identificado con los sectores populares. La guerra civil protagonizada por el gobierno y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) ocasionó, en 12 años a partir de mediados de los ochentas, 75.000 muertos y desaparecidos.
Entre 1978 y 1979 Monseñor Romero denunció en sus homilías los atropellos contra los derechos de campesinos, obreros y sacerdotes en general, en el contexto violento y represivo que vivía el país. Sus discursos fueron transmitidos por radio, señalando los asesinatos cometidos por escuadrones de la muerte y la desaparición forzada de personas. En agosto de 1978 publicó una carta pastoral donde reiteraba el derecho del pueblo a la organización y al reclamo pacífico de sus derechos. El lunes 24 de marzo de 1980 fue asesinado cuando oficiaba una misa en la capilla del hospital de La Divina Providencia, San Salvador.
Fue una experiencia personal la que removió, y reacomodó, las sensibilidades de Romero. El 12 de marzo de 1977, el padre jesuíta Rutilio Grande, amigo íntimo, fue asesinado en la ciudad de Aguilares junto a dos campesinos. Grande llevaba cuatro años al frente de la parroquia, donde había promovido la creación de comunidades cristianas de base y la organización de los campesinos de la zona. A partir de ese día ya no sería el mismo hombre.
“Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: “No matar” (…) En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”. Estas fueron las últimas palabras públicas de Romero, las que apuraron al francotirador. El calendario marcaba el 24 de marzo de 1980. Tendrían que pasar 30 años para conocerse la identidad del asesino material: Un subsargento de la sección II de la Guardia Nacional, y miembro del equipo de seguridad del presidente de la República, coronel Arturo Armando Molina. El día de su funeral 50 mil gentes acompañaron al cuerpo, y fueron rociados, una vez más, por balas.
Si bien en 1993 la conformación de una Comisión de la Verdad concluyó que el asesinato de Monseñor Romero había sido ejecutado por un escuadrón paramilitar amparado por el gobierno, la promulgación de una Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, como parte de los acuerdos que buscaban la reconciliación del país, otorgaba impunidad a los involucrados.
Sin embargo, este informe sirvió para que Tiberio Romero, hermano de Monseñor, y la abogada del Arzobispado de San Salvador llevaran el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la cual lo aceptó en mayo de 1995. Alegando “violación de la soberanía”, “ilegitimidad” y el supuesto inicio de una campaña en contra de El Salvador, el Estado se negó a suministrar información en los plazos fijados. A pesar de los esfuerzos por lograr una solución amistosa, que incluía aceptar su responsabilidad sobre los hechos denunciados y comprometerse a tomar las medidas legales y de otra índole para investigar y sancionar a los responsables de este crimen, la respuesta estatal era la indiferencia. En 1998, incluso, solicitó a la CIDH que se olvidara del caso. El argumento oficial era que el mantenimiento de “la paz” era su estrategia para preservar los derechos humanos. A costa del olvido y la impunidad.
En el año 2000 la Corte IDH concluyó que el Estado salvadoreño era responsable por la violación del derecho a la vida, las garantías judiciales y la tutela judicial en el caso de Monseñor Romero, realizando tres recomendaciones: 1) Realizar una investigación judicial completa, imparcial y efectiva, de manera expedita, a fin de identificar, juzgar y sancionar a todos los autores materiales e intelectuales de las violaciones; 2) Reparar todas las consecuencias de las violaciones enunciadas, incluido el pago de una justa indemnización y 3) Adecuar su legislación interna a la Convención Americana, a fin de dejar sin efecto la Ley de Amnistía General. Tuvieron que pasar 9 años, y realizarse cambios de gobierno, para el Ejecutivo salvadoreño tuviera la voluntad política de acatar estas recomendaciones.
La beatificación de Romero por el Vaticano, de manera indirecta, ha reivindicado el trabajo de la Corte IDH, el mismo tribunal que ha sido calificado por el gobierno venezolano de “imperialista”.
Felicidades a todo el pueblo salvadoreño.